Llego a casa a las tres y media de la tarde y me cruzo en las escaleras con cinco policías municipales. Mi madre me espera en el umbral de la puerta. "¿Qué ha ocurrido?" Mi madre me mira y señala con la cabeza al piso de al lado. "La chica...ha venido la policía. Vino él y empezó a golpear la puerta. Se fue y al momento llegó la policía". Silencio. Vergüenza. Tendíamos que haber llamado la primera vez. Un día mi madre, a eso de las dos de la madrugada, se despierta por los ruidos y los lloros. Se levanta, escucha. Golpea con los puños la pared. En el piso contiguo se hace el silencio. La siguiente vez sale de casa y llama por el timbre y se vuelve corriendo a casa. Nadie contesta. De nuevo silencio. Otro día repite los golpes con la mano en la pared. A la mañana siguiente toca el timbre de la casa de la chica. Esta no contesta. La última vez me llama por la noche asustada. Yo le digo que llame a la policía. Estos acuden y nadie habre la puerta. Ni la vecina, ni mi madre, que está muy asustada. Hasta que la chica se harta, cambia la cerradura de la casa, y lo deja en la calle. La reacción son los golpes en la puerta, gritos y lloros del tipo. Ella llama a la policía. Lo denuncia. No puedo dejar de sentir que yo podría haber hecho más, que todos los vecinos podríamos haber hecho algo. Inmediatamente. Hablar con ella, con mis compañeras, en el pimer instante. Por eso siento vergüenza. Porque podríamos haber evitado mucho sufrimiento a nuestra vecina. Porque así no se habría sentido tan sola. Mi madre llama a la puerta. La chica le abre. Hace un día que no sale de casa. Mi madre tartamudea y le dice que si necesita algo, y le ofrece cenar con ella. Ella le dice que prefiere estar sola, se echa a llorar y le da las gracias. De todas forma mi madre le da una caja de leche y una caja de galletas. Ella le vuelve a dar las gracias y los sollozos se convierten en llanto. Mi madre vuelve a casa y llora en soledad.
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