31 marzo, 2009

"Todo fluye" de Vasili Grossman.


Iván Grigórievich sale de los campos penitenciarios en 1954. Stalin ha muerto. Treinta años en el gulag. Así arranca esta obra, escrita con la libertad del que piensa que no tiene nada que perder, tan solo la vida, y eso ya no importa, pues le han arrancado el producto de su vida en el que volcó toda su existencia, sus experiencias, sus sentimientos, reflexiones, esperanzas, tristezas y promesas, cuando el régimen de Jruchov confiscó Vida y destino, obra en la que trabajó durante diez años, y que para él adquirió vida propia al dedicarla a su madre. Grossman se sintió siempre culpable por no haber logrado evacuar a su madre de Berdichev después de la invasión alemana en 1941. En una carta escrita en el aniversario de la muerte de su madre escribe:

“He intentado [...] cientos de veces imaginar cómo moriste, cómo caminaste para encontrarte con la muerte. He intentado imaginar a la persona que te mató. Fue la última persona que te vio. Sé que estuviste pensando en mí [...] durante todo este tiempo.” 

Por primera vez en la literatura alguien comparó el régimen estalinista con el hitleriano (lo que todavía hoy sigue siendo tabú en Occidente; ver, si no, la recepción que tuvo el libro Koba el Terrible (2002), de Martin Amis, nada novedoso en cuanto a hallazgos históricos, pero sí en cuanto a la aceptación por un escritor bien pensante occidental de los crímenes de Stalin, equiparable a los de régimen fascista).

Grossman no sólo será recordado por su evocación del sitio de Stalingrado (Vida y destino) y por sus testimonios, periodísticos y de ficción, del holocausto judío. También nos dejó el más vívido testimonio en la literatura mundial de la hambruna en Todo fluye, que incluye el relato de la terrorífica hambruna perpetrada por el Estado sovietico en Ucrania en 1932 y 1933. Anna, la compasiva y atormentada narradora del capítulo, está implicada, como funcionaria menor del partido, en la aplicación de las medidas que provocaron y profundizaron la hambruna. No puedo evitar identificarme con Anna y, lógicamente, también me siento culpable. Grossman no me concede el lujo de la indignación. Todo fluye incluye también un juicio, en el que soy requerido como juez para dictaminar mi veredicto sobre cuatro denunciantes. Los argumentos que Grossman pone en boca de la defensa y de la acusación me provocan un constante cambio de parecer.

Grossman no es todavía ampliamente leído en la Rusia contemporánea. Los nacionalistas no pueden perdonarle una larga meditación, en Todo fluye, sobre “el alma esclava” de Rusia. No es de extrañar. Grossman es un autor que cuetiona a todo aquel que lo lee, porque en su escritura se cuestionaba a sí mismo, y así a la humanidad entera, desde un humanismo tan profundo, tan individual y universal, que desarma. Me hacen gracia las interpretaciones que algunos hacen de la obra de Grossman. Pretenden arrimar el ascua a su sardina diciendo cosas como "el mundo sin Dios, señores, es un infierno. A la vista estaba entonces y lo sigue estando ahora" (Guillermo Urbizu). Yo creo que la tesis de Grossman rebasa una afirmación tan miope. Habla el propio Grossman sobre Anton Chejov:

“Chejov metió a Rusia en nuestras conciencias en toda su vastedad [...] Dijo, dejemos a Dios –y todas esas grandes ideas progresistas– a un lado. Empecemos con el hombre; seamos amables y atentos con el hombre individual, sea un obispo, un campesino, un magnate de la industria, un prisionero en las islas Sajalin o el camarero de un restaurante. Empecemos con respeto, compasión y amor por el individuo o no llegaremos a ninguna parte."

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